Material didáctico y/o de entretenimiento alrededor del cine y la imagen


domingo, 7 de septiembre de 2014

Lawrence de Arabia: el montaje más bonito del mundo

Probablemente haya que hacerlo más: reivindiquemos la mentira.
Si no os gusta la palabra disfrazadla de polisemia y llamadla engaño o ilusión, pero reconozcamos que sin la mentira todo sería, cuando menos, mucho más aburrido.

Y qué decir del cine. Ese lugar a oscuras donde uno se entrega tan abiertamente a que le mientan. Qué sería del cine sin la mentira.
No hablo, supongo que se entiende bien, de la mentira dentro de una historia concreta que nos puedan contar, sino de que el cine, en sí, es una gran, una fabulosa, una magnífica mentira.
Un lenguaje narrativo construido para engañar, sustentado en parcelaciones espacio temporales a las que -quién sabe por qué- le damos coherencia y unidad incluso más allá de lo que se nos presenta.
Una mentira tan bonita y tan bien envuelta en la que poder zambullirse que cómo decir que no, que cómo no abrirse de brazos y lanzarse a la piscina.

Dentro de las muchas artimañas que esa mentira usa para obnubilar nuestras almas, el montaje es piedra angular. Un plano desde aquí, una angulación desde allá. Cortes, fundidos, encadenados y la continuidad inventada/construida. Ya está. Engañados vivos. Entregados vivos.

Pero, claro está, hay montajes y montajes. Y hace poco volvió a mi memoria una película en general, un director en concreto y un montaje en particular.
Sí. Lawrence de Arabia, dirigida por mi admirado David Lean en 1962, y el montaje donde se une el comienzo de la aventura del teniente Lawrence que le llevará del El Cairo al desierto.

En el despacho de Mr. Dryden (interpretado por Claude Rains), el teniente Lawrence se encuentra ansioso por iniciar su aventura. En un momento determinado, con una cerilla, le enciende un cigarro a Dryden. La cerilla sigue encendida.




Y entonces sucede la magia. La ilusión, la mentira, el montaje. La unión perfecta, la continuidad imposible, ese delicado juego de manos (solo hay que fijarse en la manga del personaje que interpreta Peter O'Toole) ejecutado frente a nuestros propios ojos.

Cambiamos a un plano más cerrado y vemos a Lawrence de perfil mirando la cerilla. Él no lo sabe (¿o quizá sí?) pero está viendo algo que se consume, que se extingue, que se acaba. Poco a poco. Inevitablemente.


Y entonces sonríe.
Porque se da cuenta. Porque está en su mano. Porque no queda otra.
Es la sonrisa del comienzo, la sonrisa de la aventura, la sonrisa de lo que está por venir, la sonrisa de quien cree tener su futuro -y no el pasado- entre sus dedos.


Y ahora sí.
Ahora sopla.
El soplido, ya lo he dicho antes, es un final y un comienzo, un dejar atrás y mirar hacia adelante, pero a ese soplido le hace falta algo y el siguiente plano nos lo muestra.


Sin más. Para qué más si no hace falta más.
Justo antes de apagarse la cerilla, el maestro Lean nos corta a un plano del amanecer en el desierto, el destino de Lawrence.
Dos fuegos que se unen, uno apagado y otro que nace. Dos espacios que se engarzan, dos tiempos que conectan.
No es magia. Es un paso más allá.


El amanecer se nos muestra lento, pero...¿quién tiene prisa a estas alturas?

Y lo suyo es verlo en continuidad, claro, aunque para que la mentira funcione y funcione de verdad el mejor lugar no es la pantalla de un ordenador, sino esa sala oscura donde uno encuentra y pierde sus sueños.