Material didáctico y/o de entretenimiento alrededor del cine y la imagen


lunes, 21 de marzo de 2011

Andrei Rublev: El cine recreado

Ver una película no se corresponde siempre con un mismo acto.
Ocurre con todo: Comer no siempre es comer, o no al menos comer de la misma forma.

Ni siquiera las sensaciones, lo que uno experimenta al ver una determinada película, sucede de nuevo cuando por cualquier razón decides ver esa película de nuevo.
Porque en definitiva la labor de observación es una labor de construcción, y esta surge y sucede sólo en el momento en que la estamos desarrollando.

Es el sempiterno sentido del arte entendido como proceso de comunicación: El observador crea la obra observada para él, y la crea siempre de manera distinta, cada vez que la observa, en función de factores externos e internos.

Por eso cuando hablo de una película solo puedo hacer referencia a un "cuando yo la vi", pues si mañana decido volver a verla, mi experiencia sobre ella cambiará, más o menos pero cambiará seguro.

Y eso ocurre evidentemente cuando una determinada película la has visto en televisión y no en la gran pantalla de un cine.
Para bien o para mal -normalmente ganará este último- la información que recibes está codificada de manera distinta (un televisor más pequeño) y los factores externos (la luz, el ruido) hacen más difícil la concentración.

Todo esto viene siendo más o menos verdad, hasta que se produce la magia.
La magia del cine, la magia de la creación.
Entonces ya no hay nada que te influya, ya no hay nada que te distraiga, ya no hay mil lecturas posibles.
Cuando una película te engancha y te atrapa ya no habrá manera de que te suelte. Te conviertes en un pelele en sus manos. Y no hay ruido, ni mando, ni doblaje, ni anuncios que valgan.
Ni un televisor de 14 pulgadas en blanco y negro se convierte en tu enemigo.

Es cierto que en el momento actual podemos ver el cine en casa, en nuestro salón, con una calidad de imagen y sonido más que aceptable.
Pero resulta curioso pensar en la cantidad de cine que he podido ver en condiciones realmente paupérrimas, y en la de veces que la calidad de las imágenes, de la historia, de la narración, se ha impuesto a las de mi televisor o mi pequeño portátil.
Y no es magia sino fuerza.

Mucho de eso, ahora que echo la vista atrás, ocurrió en el primer visionado que hice de la película "Andrei Rublev" del director ruso Andrei Tarkovski.


Mitad de los años noventa.
Las únicas posibilidades reales entonces de ver una película como ésta eran o bien una filmoteca, o bien la televisión.
Y mi primer encuentro con ella fue en la caja tonta.

Igual no hay que decirlo, pero se programó en La 2 y -parafraseando a Les Luthiers- en su horario habitual de las dos de la madrugada.
Probablemente no sea el mejor momento para ponerte a ver una película de 180 minutos, pero ya digo que en aquel momento no había elección.
Y, si tuviera que usar un calificativo para definir aquel visionado, no podría ser otro que el de una experiencia.

Porque ver una película de Tarkovski se convierte siempre en un acto exigente. El observador tiene que poner -y poner mucho- de su parte para entrar en ese universo.
Pero, en contrapartida, si entras -si consigues entrar- las satisfacciones son mucho mayores.


Las tres horas que estuve frente a la pequeña pantalla de nuestro televisor -en un piso alquilado de Madrid- aquella madrugada de invierno, fueron de las más extrañas, satisfactorias y exigentes que recuerdo.

Recuerdo ir entrando poco a poco en el lento ritmo de una historia que saltaba de lugares y personajes, que se diluía para mostrar el crisol de una sociedad clasista e injusta.
Recuerdo también cómo me estaba quedando dormido, recuerdo luchar contra los párpados que caían, imbuidos del cansancio de la semana y del propio ritmo de la historia.
Pero sobre todo recuerdo sobreponerme a todo eso.
Sobreponerme yo o que la película me sobrepusiese.

Recuerdo vívidamente desvelarme por completo, entrar en el enigmático mundo de ese pintor en la Rusia del siglo XV, recuerdo recuperar todo el resuello y la fuerza para enfrentarme al tramo final, a la construcción metafórica de esa campana que los arrastra y los engulle.
Y recuerdo que se acabó, bien entrada la madrugada de aquel extraño fin de semana, y que mis ojos estaban ávidos de historia y contemplación.


Nunca me he quedado dormido en un cine.
Curioso.
El estado de concentración y de aislamiento que ofrece una gran sala a oscuras, con todo el público y sus sinergias enfocando lo mismo que tú quizá lo terminó evitando siempre.
Frente a la televisión no es tan fácil, y alguna vez me he rendido al sueño.

Pero cuando una película te saca del precipicio, cuando te levanta de tus propias limitaciones y te lleva donde ella quiere, es que su conexión contigo en ese momento transciende más allá de todo lo controlable.
Y eso la hace, efectivamente, intangible.

Por eso hay películas -o visionados de determinadas películas- que se imponen a todos los contextos y los engullen y los fagocitan con una facilidad que hasta da miedo.
Y entonces hablamos de cine con mayúsculas, sea como sea lo que le rodee.

Andrei Rublev habita ahora en un rincón de mi videoteca.
No sé qué experiencias me proporcionará la próxima vez que me enfrente a ella, y no lo sabré hasta que eso no ocurra.
Pero con el precedente anterior, desde luego, las ganas son muchas.

Y la miraré desnudo, y me dejaré querer...